Artículo de opinión: “El reconocimiento del Lábaro”, por Carlos Gustavo Alútiz Ruisánchez (Presidente de la Asociación ADIC). Publicado por El Diario Montañés, 14 Febrero 2016.
En estos últimos meses ha cobrado cierto protagonismo la petición que, desde la Asociación para la Defensa de los Intereses de Cantabria (ADIC), realizamos al Parlamento cántabro en torno a la incorporación de la bandera conocida como lábaro o lábaru al acervo simbólico de Cantabria.
Efectivamente, el tema ha dado para mucho, como cabría suponer; no en vano hablamos de símbolos y, como todo el mundo sabe, los distintivos representan una identidad. Conviene, en cualquier caso, realizar una serie de aclaraciones y, sobre todo, centrar el estado de las cosas para que nadie se lleve a equívoco en la resolución del asunto, sea cual sea su sentido, pero sobre todo, para evitar confusiones innecesarias.
ADIC ha retomado una propuesta que se admitió a trámite en la Comisión de Peticiones del Parlamento hace seis años y que llegó incluso a negociarse sin pasar más allá por prioridades políticas que, no siendo asentidas, las comprendimos y aceptamos. La propuesta pretendía el reconocimiento del lábaro como símbolo representativo de Cantabria e incorporarle al conjunto de elementos representativos de nuestra comunidad. Y hacerlo por la sencilla razón que era -y es- el símbolo que de forma mayoritaria utilizan los cántabros para hacerse notar como tales en cualquier manifestación o evento. Esto es, acomodar una realidad popular a una certificación legal a estudiar.
Con ello volvimos al Parlamento el pasado mes de octubre, y encontramos una respuesta muy cordial y realmente satisfactoria. Igual que en el propio Gobierno que tres meses después, también se sumó a la búsqueda de una figura que reconociese el símbolo, decidiendo que fuera en la sede de la voluntad popular donde negociar cómo incorporar el lábaro a nuestro patrimonio simbólico.
Efectivamente, en lo que estaban los cinco grupos parlamentarios de acuerdo era precisamente en eso, en la búsqueda de un modelo de consenso que permitiera llevar a cabo la propuesta. Alguno con más efusividad que otros, cierto, pero todos en la comprensión de la realidad social que supone el uso del lábaro y desde una sinceridad y cercanía digna de mencionar, con independencia o no de encontrarnos en período preelectoral, cuestión que, en ocasiones, hay que tener en cuenta.
Puestas así las cosas y ante tal unanimidad, en un segunda ronda de negociaciones planteamos que esa figura de regulación pudiera ser una Proposición No de Ley de reconocimiento e incluso la modificación de la Ley de Banderas con el doble objetivo de, por un lado, subrayar la oficialidad de la actual bandera autonómica y su prevalencia ante el reconocimiento del lábaro y, por otro, regular el uso de este con carácter exclusivamente ceremonial. Al fin y al cabo, no se trata de otra cosa que de plasmar la realidad de nuestra sociedad: la convivencia pacífica de ambos símbolos, cada uno en su lugar, con absoluta naturalidad, con la misma sencillez que la ciudadanía utiliza el lábaro.
Esta solución no fue del agrado de la totalidad de los grupos y surgieron unos rechazos que, en algún caso, enmarañaron lo que hasta entonces era una unanimidad total y un debate basado en la cercanía y confianza, pero también sereno, responsable y lejos, muy lejos, de ser utilizado políticamente. Posturas que recordaron viejos debates del pasado, afortunadamente superados, pero que estamos convencidos son fácilmente reconducibles con las suficientes dosis de sentido común que, en todas las reuniones, nos demostraron los grupos parlamentarios con independencia de que alguno tuviera que consultar a otras “instancias superiores”.
Y es que no se trata de buscar artificios extraordinarios, salvedades, reconocimientos vacuos o quiebros legales que nos enfrenten. La fuerza de un símbolo no está en su forma de regulación; lo verdaderamente importante de cualquier distintivo es lo que transmite, si es capaz de apelar a los sentimientos de pertenencia, identidad, solidaridad y representación. El lábaro, lo lleva intrínseco y eso es tan importante que cualquier matiz que se le quiera dar a la norma que le reconozca queda vacío de justificación.
Por tanto solo nos separa una formalidad, el encaje legal o jurídico, la forma de hacer el reconocimiento, la manera de plasmar la que ya es una cotidianeidad en nuestra sociedad. Y ello no debe ni puede ser un obstáculo aunque, si alguien pretende hacer de ello un impedimento insalvable, conviene recordar que tampoco es ningún trauma: ni siquiera nuestros propios símbolos de autogobierno, hoy por todos reconocidos, fueron consensuados.
No ya el himno, que se aprobó con una amplia mayoría pero con un par de votos en contra; el propio escudo se aprobó con dieciséis votos a favor, trece en contra y una abstención. Hoy, treinta años después, nadie le pone en duda y, por supuesto, pocos se acuerdan de ese gran desacuerdo. El escudo pasó por encima de esas polémicas, se implantó y hoy está más que arraigado.
El lábaro no tiene por qué seguir el mismo camino que el escudo en su tramitación parlamentaria; ni siquiera su agrio debate –del que recomendamos su lectura encarecidamente-. No es necesario. Las bases para su reconocimiento nos unen a todos y eso es lo suficientemente importante como para buscar una figura de consenso que, al igual que en el día a día, admita la legitimidad de la bandera autonómica con la realidad popular que supone el lábaro. Si alguien decide enrocarse, probablemente quede en la historia como quedaron aquellos dos diputados que se opusieron al himno, como una mera anécdota a recordar treinta años después. |